lunes, 28 de mayo de 2012

La izquierda andaluza en su laberinto: la ruptura, la soberanía y el socialismo como respuestas








Tras unas semanas de inactividad a causa de nuestra labor militante en las luchas que se han desarrollado al calor de las últimas huelgas y movilizaciones sociales, volvemos desde Pueblo Trabajador Andaluz para publicar el artículo “La izquierda andaluza en su laberinto: la ruptura, la soberanía y el socialismo como respuestas” del camarada Francisco Campos López. El texto analiza el estado de esquizofrenia ideológica que sufren ciertos sectores de la izquierda andaluza, y los porqués de su falta de determinación ante un contexto en el que los recortes sociales vienen desde los gobiernos supuestamente “de progreso”.

Abordando los caminos que se han venido andando hasta hoy por parte de la izquierda en Andalucía, el autor apuesta clara y decididamente por romper con tres de los ejes fundamentales sobre los que se sustenta el Estado Español y a los que la izquierda andaluza debe de ofrecer una alternativa rupturista, soberanista y socialista. Desde nuestra perspectiva, como marxistas-leninistas partidarios de un coherente antiimperialismo, entendemos que la denuncia y el combate continuo contra las estructuras que alimentan la opresión nacional y de clase en nuestro país, debe de ser tarea fundamental contra quienes pretenden legitimar un ficticio capitalismo de rostro humano y perpetuar el statu quo imperante.

También añadimos en nuestra sección de vídeos un análisis ameno (en dos partes) de una de las obras que el propio Karl Marx consideró como fundamentales antes de escribir "El Capital". Se trata de "Salario, precio y ganancia".

Por último, aprovechamos para destacar el llamamiento al I Congreso de Andalucía Comunista. Desde Pueblo Trabajador Andaluz saludamos la convocatoria y deseamos una fructífero desenvolvimiento del mismo a las y los camaradas de A.C.









La izquierda andaluza en su laberinto: la ruptura, la soberanía y el socialismo como respuestas


Si tuviésemos que elegir una imagen que nos sirviese para sintetizar visualmente la situación que atraviesan algunos sectores de la izquierda andaluza, esta podría ser la de esos “indignados” que recorren las calles del país gritando: “le llaman democracia y no lo es”, para, a continuación, pedir cambios legislativos, o que unos gobernantes de los que afirman: “que no nos representan”, les escuchen y atiendan. Partir de premisas como las de que no vivimos en una democracia y que los gobernantes no representan a la población, nos lleva a unas conclusiones obligadas. Evidentemente, allí donde no hay democracia, donde no hay gobierno del pueblo sino gobierno sobre el pueblo, sólo hay totalitarismo, allí donde no se actúa según el mandato explícito del pueblo sino suplantando la determinación popular no hay gobernantes o dirigentes sino déspotas, y allí donde un régimen político se caracteriza por el totalitarismo y el despotismo sólo cabe una calificación para el mismo: dictadura. Por tanto, habrá que suponer que esos “indignados” mantienen que vivimos bajo una dictadura o, como mínimo, bajo una “dictablanda”, como se denominan coloquialmente a las que atraviesan etapas más “permisivas”, y dirigida por unos gobernantes tiránicos que, en el mejor de los casos, actúan a la manera de esos otros déspotas ilustrados, los del siglo XVIII, que en su “benevolencia” decían hacerlo todo por y para el pueblo, pero, eso sí, sin el pueblo. 


Bien, nada que objetar a la definición. Es obvio que si una democracia real, la demos kratos, es el gobierno del propio pueblo sobre sí mismo y lo colectivo, la res pública, allí donde no es el pueblo el depositario y el ejercitante del poder, allí donde no es él quién gobierna sino que es gobernado, aun bajo su consentimiento y realizándose actuaciones favorables a él, ese régimen administrativo no puede adjetivarse como de plenamente democrático. Por eso las distintas tendencias y facciones de la izquierda verdadera, esa que ahora eufemísticamente se califica de “transformadora” y que históricamente se denominaba revolucionaria, desde sus comienzos renegaron de las democracias formales o burguesas, las “indirectas” o parlamentarias, que eran vistas como meras dictaduras del Capital, abogando en su lugar por las populares y directas, por las democracias sociales, las socialistas. Ese es el significado original del término socialdemocracia, el de una democracia social concebida como autogobierno popular. Y de ahí el que aquellos primeros marxistas y bakunistas decimonónicos utilizasen esa adjetivación para designarse a sí mismos o para denominar a sus movimientos. Pero para que el autogobierno, la demos kratos, pueda darse, para que individuos y pueblos detenten y ejerciten el poder de forma real, no pueden estar sometidos a una autoridad superior. Tienen que ser ellos la autoridad suprema. Individuos y pueblos soberanos. 


Por tanto, el diagnostico es el correcto. Allí donde no hay soberanía nacional y popular efectiva, y no sólo teórica, donde lo que hay es una “autoridad” que gobierna sobre el individuo o el pueblo, en lugar de ser el mismo pueblo la autoridad y los que se auto-gobiernan, lo que hay es dictadura. Nada que objetar, consecuentemente, al rechazo de esta farsa democrática. Otra cosa son las alternativas. A la acertada identificación de la enfermedad se contrapone el erróneo tratamiento que se propone para superarla y erradicarla. Ha habido muchas tipologías de dictaduras, todas caracterizadas por un común denominador totalitario y despótico, así como también han existido muchas estrategias para combatirlas, pero todas caracterizadas por un denominador común de negación y confrontación con respecto a ellas. Las dictaduras no se reforman, no se mejoran o se perfeccionan, se destruyen. Y los que combaten una dictadura lo hacen partiendo de la negación de toda legitimidad al régimen político que la institucionaliza, así como a sus gobernantes y partidos sustentadores, razón por la que sus opositores no participan ni aspiran a mayores grados de participación en su seno. Por esa misma circunstancia, los que luchan contra una dictadura no practican una actividad política institucionalista ni institucionalizada. El objetivo no es formar parte de la Administración ni dirigirla. No se aspira a ser mayoría gobernante, ni a contribuir a la gobernabilidad o la estabilidad de los gobiernos. Por contraposición, la meta es lograr el mayor grado de ingobernabilidad de la misma con vistas a facilitar su desestabilización. Procurar una situación de colapso global que la arrastre a su fin. Tampoco les piden o esperan nada de sus gobernantes. Aún menos pretenden o propugnan  ser escuchados y atendidos en sus demandas por esos tiranos usurpadores, ni sustituirlos o perfeccionar controles sobre los mismos. Tan siquiera se distinguen entre izquierdas y derechas al referirse a ellos y a sus partidos. Dentro de un régimen dictatorial todo es régimen. No caben ni adjetivaciones como progresistas o demócratas en referencia  a ellos, calificativos sólo aplicables a la oposición a esa dictadura. A políticos y partidos contrarios y al margen.


¿Exagerado? En nuestra tierra hemos padecido en épocas muy recientes otro régimen al que sus defensores llamaban democracia y tampoco lo era. Aunque sus partidarios si lo definían como tal, como una “democracia orgánica”, y se justificaba mediante elecciones periódicas a las que, eso sí, sólo podían participar los adictos y los que le juraban lealtad, ¿os suena?, la oposición al régimen coincidía en darle otro calificativo: dictadura, mero totalitarismo dirigido por una clase política no representativa, tiránica. Era el franquismo. ¿Y cómo actuaba esa oposición a aquel régimen no democrático? También salían a la calle a gritar que aquello no era una democracia, que sus políticos no les representaban, y para exigir democracia real, pero la alternativa no pasaba por cambios legislativos, normativos o gubernamentales, tan siquiera constitucionales. La alternativa propuesta era la de una “ruptura democrática” que, como su nombre indica, conllevaba el romper radical y globalmente con el régimen, sustituyéndolo por una democracia auténtica. No se aspiraba a mejorar nada sino a acabar con todo. Con el marco institucional y el constitucional, con la totalidad del conjunto conformador de aquella “legalidad vigente”, instaurando en su lugar otro democrático. ¿Os imagináis a aquella oposición antifascista gritando: “le llaman democracia y no lo es”, para a continuación exigir una mayor participación ciudadana en el franquismo, determinados cambios normativos en sus leyes, o que sus políticos oyesen o atendiesen demandas populares? ¿Os los imagináis hablando de “giros a la izquierda”, o de la estabilidad o gobernabilidad de sus instituciones? ¿Y acatando sus imposiciones “por imperativo legal”, o tan siquiera formando parte de ellas? Claro que no. Y no actuaban así por un exceso de ultra-izquierdismo, radicalismo pequeño-burgués o maximalismo utópico, sino por mera coherencia entre premisas ideológicas y praxis estratégicas. Entre teoría y tácticas. Entre los fines propuestos y los medios sostenidos para alcanzarlos.


No obstante, sí que había partidarios de cambios desde dentro. De su “reforma”. Que defendían la posibilidad de trasmutar el régimen yendo “de la ley a la ley”, o sea, de la viabilidad de llegar a una legalidad democrática basándose en la “legalidad” dictatorial, partiendo de la aceptación de las estructuras y leyes vigentes para, a través de nuevas mayorías y modificaciones en las normativas y actuaciones, adecuarlas a los nuevos tiempos y los estándares europeos. En definitiva propugnaban el realizar una “reforma política” mediante una “transición” desde la propia legalidad existente hacía una nueva legalidad, remodelando la vigente según unos estándares democráticos burgueses. Los que así pensaban eran los sectores más inteligentes del régimen, conscientes de que su única posibilidad de continuidad radicaba en adoptar los mismos principios de aquel cínico personaje de Lampedusa, y pensaban que tras la muerte del “Caudillo” si se pretendía que todo continuara como estaba era necesario que todo cambiase. Que para que las mismas élites económicas, políticas, sociales y culturales continuaran detentando el poder había que aparentar una “democracia parlamentaria” para impedir la llegada de una democracia real, la popular, que atentase a sus intereses. Por tanto, sólo los políticos e “intelectuales” del régimen apostaban por la reforma del mismo, la oposición la rechazaba por constituir un mero continuismo y defendía la ruptura.


Pero esos sectores “aperturistas” del régimen eran conscientes de que sí querían que tuviese credibilidad esa “transición” del régimen al régimen, resultaba imprescindible contar con complicidades en esas fuerzas opositoras, para que éstas le otorgasen al proceso el pedigrí democrático del que ellos carecían. El pacto que les ofrecieron era aceptar la “reforma” y entrar en el juego a cambio de formar parte del poder. Estaban dispuestos a compartirlo con ellos si esa nueva legalidad les aseguraba continuidad, inmunidad y control. Y el pacto se produjo. La mayor parte de dicha oposición renunció a las posiciones que había venido manteniendo y corrió a asegurarse un lugar bajo el Sol. Tanto a unas derechas que no eran más que círculos de intereses, como a esa izquierda probeta creada por Willy Brandt y Mitterrand: el PSOE, o a esa otra que ya hacía tiempo que había traicionado sus principios adoptando políticas como las de “reconciliación nacional” o el “eurocomunismo”: el PCE, les falto tiempo para aceptar. Sin la participación del PSOE, y sobre todo del PCE, en esa “transición”, ésta hubiese fracasado y la ruptura se hubiese acabado por imponer. Era sólo cuestión de tiempo. Incluso sin la participación del PCE la del PSOE hubiese sido insostenible, con lo cual cabe concluir que la del PCE fue la más determinante para posibilitar este régimen. 


Como se suele decir: “de aquellos barros provienen estos lodos”. Todos los porqués de hoy encuentran su origen y explicación en aquella reforma, en la “transición” y en ese entreguismo disfrazado de “realismo” que constituyo el elemento esencial para la permanencia del franquismo travestido de “monarquía constitucional”, del capitalismo disfrazado de “Estado social de derecho” y del neocolonialismo español embozado como “Estado de las autonomías”. A través de la prolongación de sus bases socio-culturales, la perpetuación de sus instituciones políticas, y la permanencia de sus estructuras económicas, el régimen franquista se sucederá a sí mismo bajo la forma de una segunda restauración borbónica, con sus ingredientes inherentes, los mismos instaurados por la anterior del XIX: alternancia entre conservadores y “progresistas”, clientelismo electoral caciquil y corrupción generalizada como argamasa sustentadora. 


Es por tanto esta “legalidad vigente” el origen y desencadenante del embaucamiento, la alienación y la ensoñación colectiva en que se haya el Pueblo Trabajador Andaluz. El “opio del pueblo” inoculado a las clases populares de nuestra tierra posee esos tres principios activos: el hacerles creer que este régimen continuista es una democracia en la que él gobierna mediante sus representantes, que una mera descentralización de la gestión administrativa del propio Estado es autonomía y autogobierno andaluz, y que un estado y una economía capitalistas pueden estar supeditados al interés social, una especie de capitalismo humanitario que en lugar de tener como fin el beneficio lo supedita a las necesidades populares, el “Estado del bienestar”. He aquí los tres ejes del discurso del régimen: la defensa de la “Democracia representativa”, del “Estado de las autonomías” y de la “economía social de mercado”. Mediante estas tres fabulas se mantiene la obnubilación a las clases populares. Como consecuencia, para despertar, concienciar y levantar a nuestro pueblo, para sacarlo del estado inducido de quietud, conformismo y adormecimiento en que se le mantiene, deberán combatirse las tres, lo que propiciará que asuma la necesidad de la transformación de su realidad. Y ese es el papel que le corresponde a la izquierda andaluza ante el momento histórico que se avecina. Aquel que o bien cumplimenta o será superada por las circunstancias, con la lógica sustitución en su protagonismo por el de otros que lo hagan y ocupen su lugar. 


Ante el obvio agotamiento institucional del régimen, acelerado en los últimos años por los condicionantes socio-económicos derivados de la crisis-estafa provocada por el capital especulativo, nuevamente los sectores más inteligentes del mismo vuelven a intentar una transformación lampedusiana que lo cambie todo para mantener indemne sus intereses como élites dominantes postfranquistas. Como en los setenta, proponen reformas que sólo conlleven cambios superficiales: más participación ciudadana, más controles políticos, modificaciones legislativas, en la jefatura del Estado o incluso en la forma de Estado. Ninguna de ellas atenta realmente contra el régimen mismo, contra el propio Sistema, contra España y el Capital, sino que incluso `conllevan su remozada permanencia. Frente a estos nuevos modelos de “aperturismo”, frente a estos nuevos continuismos surgidos otra vez desde el interior del régimen, y de los cuales el PSOE y el PCE-IU vuelven a ser promotores, y a los que se pretende arrastrar a la izquierda andaluza para mantenerla maniatada, ésta debe contraproponer otro que sea nítida y globalmente rupturista con respecto a este régimen neofranquista. Un rupturismo que, además, tiene que impregnar no sólo su discurso sino también su estrategia y praxis. Salir del laberinto de “normalidad” institucionalista en la que se la pretende mantener. El problema de Andalucía no es de gobiernos, leyes o financiación, sino de libertad. Y su izquierda debe actuar como oposición al régimen, no como oposición del régimen.


Las líneas diferenciadoras entre lo que constituye ser oposición del régimen o estar en la oposición al mismo, están ya claramente trazadas. Formar parte del régimen, ser su “leal oposición”, es defender la existencia de democracia, autonomía y bienestar social en su seno, o la posibilidad de alcanzarlas dentro de él. Como consecuencia, el ser oposición al régimen consistirá en mantener los presupuestos contrapuestos: el negar tanto la existencia como la posibilidad de democracia, autonomía o bienestar social en él o a través de él, y, por tanto, rechazar cualquier posibilidad de reforma del mismo, de su mejora, de mayores grados de participación, etc. Volver a apostar, como durante el franquismo, por la ruptura democrática. Defender y propiciar la caída de éste Estado y trabajar por el establecimiento de un marco político plenamente democrático, en el que, previa devolución de su libertad a las personas y a los pueblos, estos puedan debatir y decidir su futuro. Y no caben medias tintas. Como diría un gaditano, o picha dentro o picha fuera. No se puede caer en la misma incongruencia de los que gritan que no hay democracia y proponen alternativas que sólo tienen sentido dentro de un proyecto de perfeccionamiento de una democracia realmente existente. Lo contrario es producir y propagar la confusión. Prueba de ello es lo que sucede hoy en amplios sectores de nuestro pueblo. Durante décadas se le ha dicho al pueblo que esto era una democracia, ¿y nos extrañamos que actúe como si viviese en democracia? Durante décadas se le ha dicho que esto era una autonomía, ¿y nos extrañamos que actúe como si la tuviese? Durante décadas se le ha dicho que permaneciese quieto, que sus representantes harían por ellos ¿y nos extrañamos que sea pasivo y que confíe en que otros hagan? Durante décadas se le ha dicho que de lo único de que se trataba era de quien dirigía, que el problema y la solución sólo radicaban en cambios de leyes y gobernantes ¿Y nos extrañamos que actúe como si lo único de lo que se tratase fuese el elegir bien quién le gestiona mejor? Durante décadas se le ha dicho que la sociedad burguesa y la economía capitalista eran lo mejor y/o lo único posible. ¿Y nos extrañamos que no conciba luchar contra el Sistema y crea en la necesidad de sacrificarse y salvarlo para que posteriormente esté en condiciones de salvarlo? 


Si esta farsa se ha venido representando a lo largo de tanto tiempo y con tanto éxito de crítica y público, se ha debido al confusionismo teórico y cortoplacismo estratégico de los llamados a ser su alternativa y el contrapunto a ella, la izquierda andaluza. El estado de embaucamiento, alienación y ensoñación colectiva en la que se haya el Pueblo Trabajador Andaluz ha sido obra del españolismo y el reformismo, pero éstos se han limitado a hacer su trabajo. El de desengañarlo, despertarlo y concienciarlo correspondía a andalucistas y revolucionarios. Esos son los que les han fallado, esos son los responsables. Y si el somnífero inoculado durante decenios posee estos tres elementos esenciales: democracia representativa, estado del bienestar y “autonomía de primera”, habría que haberlo inmunizado contra los tres si queríamos propiciar su levantamiento y su lucha por la transformación de la realidad impuesta. Ahí radica la raíz del error y la responsabilidad en su estado, en no haberlo hecho. Si la izquierda española y reformista, la oposición del régimen, se asienta sobre la defensa de la representación, el autonomismo y el estado del bienestar, la andaluza debe hacerlo en la de otros tres principios: la democracia directa, la soberanía nacional y el socialismo. Ser oposición al régimen, y serlo coherentemente, como durante el  franquismo.


Hay que retomar el concepto antifascista de ruptura democrática. Apostar firmemente por la confrontación con el régimen y por su derrocamiento. Combatir por establecer un nuevo marco político capaz de proporcionarle al pueblo los medios para decidir, construir y dirigir su futuro. Por tanto, la izquierda andaluza o es oposición al régimen, o sea: antiinstitucionalista, antiautonomista y anticapitalista, o no es ni izquierda ni andaluza. Y estas tres bases de oposición se sintetizan en el concepto de soberanía. Frente a la falsa democracia parlamentaria y representativa, o  su versión reformista, la participativa, el autogobierno y la democracia directa: la soberanía popular. Frente a la autonómica descentralización administrativa del Estado, un poder popular andaluz real y pleno: la soberanía nacional. Frente a las migajas del Capital y la explotación con anestesia del estado del bienestar, la sociedad igualitaria y socialista: la soberanía social, económica y del trabajo. Ser un revolucionario en Andalucía, ser tan siquiera un demócrata o nacionalista consecuente, es ser radicalmente soberanista. El elaborar la teorización en torno a ella, y las estrategias y praxis acordes, conforman el camino de liberación. Ruptura, soberanía y socialismo constituyen la respuesta, los principios que nos sacarán del laberinto, romperán las ataduras y construirán la Andalucía libre.


Francisco Campos López