miércoles, 21 de noviembre de 2012

Marxismo sin guiones

Pasada la jornada de paro de 24 horas del pasado 14 de noviembre en la que el sindicalismo de clase y andaluz, representado por el SAT, demostró que se puede movilizar al Pueblo Trabajador sin secundar las (in)movilizaciones del sindicalismo del régimen, publicamos un artículo del compañero M. Navarrete, militante de Red Roja Andaluza, el SAT y la MAIS, que demuestra, también, que un marxismo crítico, creativo y liberado de clichés es posible y necesario. El texto, titulado “Marxismo sin guiones”, trata de romper con una tradición política que conseguido encorsetar la fecundidad marxista en un conjunto de apriorismos contraproducentes, perjudicando al futuro del movimiento comunista andaluz e internacional. Navarrete se decanta por una apuesta de un marxismo que sea capaz de analizar la historia y la coyuntura actual atendiendo a las particularidades específicas de cada territorio.

Desde Pueblo Trabajador Andaluz consideramos de gran interés para l@s lectores/as la aportación de Navarrete, que incide en la necesidad urgente de articular un movimiento comunista que apueste inequívocamente por el análisis y la concreción nacional para construir una vía al socialismo, como ya lo hiciesen en el siglo pasado cubanos o vietnamitas. Nuestra clase y nuestro país así lo requieren.



MARXISMO SIN GUIONES


No perdamos el tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que  lo  asesina  dondequiera  que  lo  encuentra,  en  todas  las  esquinas  de  sus propias calles, en todos los rincones del mundo.
Los condenados de la tierra

I.              Introducción

El  movimiento  comunista  está  en  crisis. Decir  esto  no  es  decir  nada  nuevo.  Pero  el aspecto teórico de esta crisis reviste sus propias características.  En  determinados  círculos,  el marxismo  como  campo  teórico  se  ve  reducido a  una  repetición  necia  de  tópicos  mal  asimilados  y  peor  expuestos.  Jóvenes  voluntariosos (y,  a  juzgar  por  las  fotos,  bastante  folklóricos) se han reunido en la I Escuela Unitaria Juvenil Comunista. Al parecer, hay entre ellos quien se cree inmunizado contra la inoperancia política por el mero hecho de  incrementar  el  número de  hoces  y  martillos  bordados  en  sus  puristas banderas.

Mientras  tanto,  el  movimiento  real  de  los explotados y víctimas de la crisis capitalista  se articula y se desarrolla en las calles, con escasa influencia del marxismo como movimiento organizado.  Tras  el  15M,  un  nuevo  contexto político,  tal  vez  complejo  pero  que  ofrece  sin duda mayores espacios para la intervención política anticapitalista, se abre frente a estos librescos y endogámicos jóvenes, sin despertar entre ellos el menor interés. ¿Tal vez esperaban que  el estallido social se articulara de manera directa en soviets y las masas se  convirtieran automáticamente al marxismo-leninismo?  Lo que está claro es que, mientras el mundo gira, nosotros seguimos parados. Movámonos.

Esa  etiqueta,  la del marxismo-leninismo, es  aquella bajo la que he desarrollado hasta ahora mi actividad política y, probablemente, es también aquella con la que encuentro una mayor convergencia.  ¿Por  qué?  No  se  trata  de  una cuestión identitaria. Simplemente, mi ideario y mi manera de entender los procesos históricos y las luchas de clases me convierten en marxista y en leninista.

Sin  embargo,  una  serie  de  reflexiones me surgen  al  leer  el  libro  Tesis  sobre  la  crisis  del comunismo,   del preso  político del Estado español Manuel Pérez Martínez «Arenas». Este libro forma parte de una serie de debates (es destacable el referido a la cuestión de «lo universal y  lo  particular») en los que  se han producido aportaciones teóricas que pueden suscitar reflexiones de gran importancia. Algunos de los participantes negaron terminantemente que puedan existir varios desarrollos marxistas diferentes y aplicables a las distintas épocas o nacionalidades.  La  influencia  de  esta  postura «universalista»  tiene,  en  realidad, un alcance más hondo  y menos anecdótico  de  lo que  se piensa.

Trataré de exponer por qué, a mi entender, existe  un  problema  en  el  guión  intermedio de la fórmula «marxismo-leninismo» y en sus implicaciones  teóricas (al  menos tal y como es concebido por los autodenominados  representantes políticos de esta doctrina ideológica, en particular la  Conferencia Internacional de Partidos  y Organizaciones  Marxistas-Leninistas). Desde un punto de vista teórico, y teniendo en cuenta dicha traducción política por parte de los m-l, una fracción importante de los marxistas y leninistas han decidido que no pueden hacer otra cosa sino combatir eso que han optado por denominar «guionismo».

A  ellos  me  sumo.  Porque  el  guionismo,  en su  primera  fase,  conlleva  una  rusificación  del marxismo, al presentar la fórmula «marxismo-leninismo» como una unidad orgánica en la cual ninguno de los dos términos puede  comprenderse sin el otro, elevando uno de los desarrollos «laterales» del marxismo (el leninismo) a centro, a  canon;  y,  en  su  segunda  fase  («marxismo-leninismo-maoísmo»),  supone  una  chinización del  marxismo  análoga;  pero,  tanto  en  un  caso como en el otro (por no hablar de otros –ismos agregados posteriormente), dificulta la introducción de desarrollos más realistas en pos de un culto a «lo universal» que no atiende al despliegue que de lo particular se da frente a nuestros ojos.

Trataremos de argumentar todo esto.

II.           Guionismo  como  cierre  epistemológico

Desde  un  punto  de  vista  provocador,  un compañero de luchas enunció la tesis con las siguientes palabras: «Soy marxista y soy leninista, pero no soy marxista-leninista». Incluso podría matizarse así: «soy marxista; por ello, leninista; y más leninista aún por no caer en el m-l».

Ya  hemos  adelantado  la  idea  de  que  el marxismo-leninismo,  tal  y  como  es  traducido políticamente por la mayoría de sus partidarios, no  es  más  que  un  dogma  cerrado,  fosilizado  y sin la menor posibilidad de avance. Esto se debe a  que el guión intermedio es empleado como un elemento subordinante o actualizador cuya función es cerrar epistemológicamente la teoría a fin de preservar su «pureza». Naturalmente, el problema no es el guión como elemento formal en  sí  mismo.  No  es  una  cuestión  nominalista, sino teórica e interpretativa.

Hemos adelantado que la teoría m-l se niega a admitir nuevos desarrollos teóricos; a lo sumo, se  presta  a  ser  simplemente  «aplicada»  a  las distintas  realidades  (que en realidad son  una sola: la de la época del imperialismo). Pero esa «pureza», esa cerrazón hermética, tan alabada por ciertos m-l, es en realidad la perfecta garantía de  su inoperancia  política y de  su  incomprensión  de  la  dialéctica. El propio marxismo (el mismo Lenin lo admite) es un híbrido  impuro de  diversas  fuentes,  como  la  filosofía  alemana, el  socialismo  francés  y  la  economía  política inglesa.

Dadas  la  riqueza  cultural  y  la  diversidad socioeconómica  del  mundo,  para  que  la  teoría marxista  sirva  a  los  objetivos  revolucionarios es estrictamente   necesario que permanezca «abierta», que articule desarrollos creativos y que no  se limite a reproducir «nuevas  aplicaciones» de lo mismo. Ya lo dijo Machado: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar». El marxismo ha de estar abierto por el sencillo motivo de que la historia también está abierta, es  contingente, no cuenta con ningún tranquilizador final escrito en  ningún  libro revelado y, en consecuencia, tampoco constituye ninguna sucesión de etapas preconcebidas y obligatorias.

Esto  lo  comprendió  el  propio  Marx  mucho mejor que sus continuadores. En contraste con la rígida sucesión teleológica de modos de producción  con  la  que nos han deleitado  tantos «marxistas» (al feudalismo sigue necesariamente  el  capitalismo,  y  a  este  el  socialismo),  en  el Prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto Comunista leemos:

En Rusia, al lado del florecimiento febril del fraude capitalista y de la propiedad territorial burguesa en vías de formación, más de la mitad de la tierra es posesión comunal de los campesinos. Cabe, entonces, la pregunta: ¿podría la comunidad  rural  rusa  —forma  por  cierto  ya muy desnaturalizada de la primitiva propiedad común de la tierra— pasar directamente a la forma superior de la propiedad colectiva, a la forma  comunista,  o,  por  el  contrario,  deberá pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única respuesta que se puede dar hoy a esta cuestión es la siguiente: si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se  completen,  la  actual  propiedad  común  de la  tierra  en  Rusia  podrá  servir  de  punto  de partida para el desarrollo comunista.

III.  La  reconciliación  entre  Trotsky y Stalin

En  su  artículo  «Bolchevismo  y  estalinismo», Trotsky decía que «para nuestra época, el bolchevismo es la única forma del marxismo».  Stalin, por su parte, aseveraba en losFundamentos  del  leninismo  que  «el  marxismo-leninismo es el marxismo de la época del imperialismo y de la revolución proletaria».

Así, los dos enemigos se reconciliaban en este aspecto, al convertir el modelo bolchevique en un esquema táctico y organizativo de aplicación universal válido para la época del imperialismo, así,  vista  en  su  globalidad.  Tanto  Stalin  como Trotsky  subestimaban  la  amplitud  (espacial  y temporal) de eso que llamaban «época del imperialismo»,  así  como  (lo  hemos  adelantado) la  diversidad de las estructuras,  niveles  de  desarrollo  socioeconómico  y  pautas  culturales existentes en el mundo. La teoría del desarrollo desigual y combinado o la táctica «diferenciada» para los países subdesarrollados por parte de la Komintern no modifican demasiado esta rigidez operativa, como veremos más adelante.

Por otro lado, sus epígonos (mejor dicho: los epígonos de sus figuras  idealizadas  que  jamás existieron)  no  hacen  más  que  copiar  acríticamente   el modelo bolchevique, generando importantes deformaciones. En La  izquierda en  el  umbral  del  siglo  XXI, Marta Harnecker enumera algunas de ellas: vanguardismo, verticalismo, copia de modelo foráneos, teoricismo, subjetivismo, concepción de la revolución como mero asalto al poder, insuficiente valoración de la democracia, percepción de los movimientos sociales como meras correas de transmisión, desconocimiento del factor étnico-cultural…

Ahora  bien,  detectar  estos  problemas  es fácil:  lo  difícil  será  determinar  si  efectivamente  contamos  con  una  solución  teórico-práctica para los mismos.

IV. Lo universal y lo particular

Che Guevara trató de demostrar en el Congo y  Bolivia  que  las  «condiciones  de  excepción» que  hicieron  posible  la  revolución  cubana  no tenían tanto de excepcionales. Tal vez se equivocara, pero una cosa está clara: cada coyuntura requiere su propia táctica, ya que el imperialismo no ha generado una realidad tan homogénea a nivel internacional como pensaba el marxismo soviético, o como auguraban ya los propios Marx y Engels, quienes, en el Manifiesto Comunista, analizaban  cómo  el  capitalismo  y  el  carácter mercantil  de  la  producción  estaban  corroyendo,  aceleradamente  pensaban  ellos,  las  formas de vida tradicionales de las diferentes naciones.

Todas las condiciones son, pues, condiciones de excepción. En  su  discurso  Sobre  diez  grandes  relaciones  (1956),  Mao  declarará  que  «Nuestra  teoría es  la  integración  de  la  verdad  universal  del marxismo-leninismo  con  la  práctica  concreta de la revolución china». ¿Era eso cierto? ¿En qué sentido?  ¿En  el  sentido  táctico  u  organizativo? ¿Y  la  revolución  cubana?  ¿También  esa  revolución se basó en el leninismo? ¿En qué fase? ¿Era acaso el Movimiento 26 de Julio una estructura similar a la del partido leninista expuesta en el Qué hacer?

Realmente, hace falta una importante dosis de fe ciega para pensar eso. Tanto en sus tácticas como en su sujeto, así como en otros decisivos aspectos del proceso, la revolución rusa es muy diferente de las revoluciones china y  cubana. En  realidad,  no  podía  ser  de  otro  modo:  como analiza  Mao,  lo  particular  está  ligado  a  lo universal;  pero  lo  particular  no  es  un  mero resumen o reflejo de lo universal; y menos aún en la conciencia subjetiva de los hombres, pues, como  bien  sabía  Marx,  hasta  el  más  esforzado intento  de  visión  general  tiene  sus  límites  históricos.

V. Lenin dentro de sus límites

Lenin comprendió bastante mejor que muchos «marxistas-leninistas» o   trotskistas la  necesidad  de  un  tratamiento  específico  de lo  particular,  aun  sin  olvidar  su  relación con lo  universal.  Así,  en  los  documentos  del  III Congreso de la Internacional Comunista(1921), Lenin declara que

no puede haber una forma de organización inmutable  y  absolutamente  conveniente  para todos los partidos comunistas. (…) Las particularidades  históricas de cada país determinan, a su vez, formas especiales de organización para los diferentes partidos» (Tesis sobre la  estructura,  los  métodos  y  la  acción  de  los partidos comunistas).

Esto contrasta dramáticamente con la obcecación de gran parte de los actuales trotskistas y m-l por reproducir, sin mayores consideraciones, unas estructuras organizativas calcadas del modelo  bolchevique.  Con  todo,  aunque  gran parte de la obra de Lenin fuera perecedera, no estamos  negando  el  carácter  universal  e  imperecedero  de  otra  importante  fracción  de  los estudios  teóricos  del  autor. La aportación de Lenin al conocimiento y estudio del imperialismo  (o  del  Estado)  es  sencillamente  imprescindible;  su  audacia  política  (precisamente  audaz por enfrentarse a sus problemas, y no a «la vida de los otros»), impresionante; pero de ahí a que Lenin  pudiera  ser  futurólogo  hay un trecho;  y de ahí a pensar que, aun conociendo el futuro, habría podido   idear fórmulas válidas para cualquier contexto de un mundo tan complejo como este, otro.

Recurramos  a  Gramsci,  quien,  en  Notas sobre la política y el Estado moderno, afirmará:

El concepto de hegemonía es aquel donde se anudan  las  exigencias  de  carácter  nacional  y se  comprende  por  qué  determinadas  tendencias no hablan de dicho concepto o apenas lo rozan. Una clase de carácter internacional, en la medida en que guía a capas sociales estrictamente  nacionales  (intelectuales)  y,  con  frecuencia,  más  que  nacionales,  particularistas y  municipalistas  (los  campesinos),  debe  en cierto  sentido  «nacionalizarse».  (…)  Que  los conceptos  no-nacionales  (es  decir, no referibles a ningún país en particular) son erróneos, se  demuestra  reduciéndolos  al  absurdo.  Ellos condujeron a la pasividad y a la inercia en dos fases  muy  diferentes:  1)  en  la  primera  fase, ninguno  creía  que  debiera  comenzar,  o  sea, consideraba  que  comenzando  se  habría  encontrado aislado; y en la espera de que todos se moviesen en conjunto, nadie lo hacía ni organizaba el movimiento; 2) la segunda fase es quizás peor, ya que se espera una forma de «napoleonismo» anacrónico y antinatural (puesto que no todas las fases históricas se repiten en la  misma  forma).  Las  debilidades  teóricas  de esta  forma  moderna del  viejo mecanicismo están enmascaradas por la teoría general de la revolución permanente que no es más que una previsión genérica presentada como dogma y que se destruye a sí misma al no manifestarse en los hechos.

VI.     El  guionismo como falsa solución

Así  pues,  el  maoísmo,  el  castrismo,  el  guevarismo o el mariateguismo son distintos desarrollos del marxismo acaecidos en la época del imperialismo, y son tan fértiles como el propio leninismo  (véanse  si  no  experiencias  como  las revoluciones china, cubana, vietnamita o nicaragüense). Ahora bien, ¿son desarrollos legítimos? Teniendo en cuenta (y no debería ser necesario aclararlo)  que,  desde una perspectiva emancipadora, no existe mayor criterio de legitimidad que el de la fertilidad revolucionaria, indudablemente sí.

Ahora bien, ¿debemos añadir para cada coyuntura un nuevo guión (marxista-leninista-maoísta;  o marxista-leninista-mariateguista- guevarista,  etc.)?  ¿O  tal  vez debamos suprimir el estrato ‘leninista’ para hablar directamente de   marxismo-maoísmo,   marxismo-guevarismo,  etc.?  No  veo  la  necesidad  de  ninguna  de las dos cosas, como no sea para añadir nuevas etiquetas divisoras del movimiento comunista. Este  movimiento  siempre  contará  con  fracciones  o  tendencias  internas,  pero,  frente  a  una lógica que busca definiciones cada vez más herméticas  e  identitarias  (y  casi  siempre  a  causa de  visiones  demasiado  sesgadas  de  polémicas que ni siquiera incumben al siglo XXI, sino con suerte  al  XX),  muchos  partimos  una  lanza  en pos de que volvamos a llamarnos, sencillamente, comunistas. No se trata de hacer tábula rasa o evitar la autocrítica: al contrario. Sencillamente, podemos (es más: debemos) basarnos a la vez en Guevara y Mao, y también en Lenin, Ho Chi Minh y otros  revolucionarios  que  emplearon las más diversas tácticas para lo que realmente importa: vencer, hacer la revolución y alcanzar el  socialismo  en  diferentes  países.  Eso  (¿qué  si no?) es ser comunistas.

El  leninismo  no  es  más  que  un  desarrollo del  marxismo  de  acuerdo  a  las  condiciones  de la Rusia de los años previos y posteriores a 1917, de igual modo que el maoísmo lo es a las condiciones de la China de los años previos y posteriores a 1949. No ha de existir una única vía al socialismo, sino que puede haber multitud de vías nacionales.

VII. Las vías nacionales al socialismo

Así, en sus brillantes Cuadernos de la cárcel, escritos  desde  las  mazmorras  de  Mussolini, Gramsci escribió:

Está  por  ver  si  la  famosa  teoría  de  Trotsky sobre  el  carácter  permanente  del  movimiento no es el reflejo político de las condiciones económicas, culturales y sociales generales en un país en el que las estructuras de la vida nacional son embrionarias y laxas, e incapaces de convertirse en «trincheras» o «fortalezas». En este caso se puede decir que Trotsky, aparentemente «occidental», fue de hecho un cosmopolita –esto es, superficialmente occidental  o  europeo.  Lenin, por  su  parte,  fue  profundamente  nacional  y profundamente europeo. Me parece que Lenin comprendió que era necesario un cambio de la guerra de maniobra, aplicada victoriosamente en Oriente en 1917, a la guerra de posición, que era la única forma posible en Occidente donde, como  observó  Krasnov,  los  ejércitos  podían acumular rápidamente cantidades infinitas de municiones,  y  donde  las  estructuras  sociales eran todavía capaces por sí mismas  de  transformarse  en  fortificaciones  con  armamento pesado. (...) La tarea fundamental era nacional; es decir, exigía un reconocimiento del terreno y la identificación de los elementos de trinchera y fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil, etc. En Oriente, el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente existía una relación apropiada entre Estado y sociedad civil, y cuando el Estado temblaba, la robusta estructura de la sociedad civil se manifestaba en el acto. El Estado sólo era una trinchera avanzada, tras de la cual había un poderoso sistema de fortalezas y casamatas; más o menos numerosas de un Estado al otro, no hace falta decirlo –pero precisamente esto exigía un reconocimiento exacto de cada país individual.

Así pues, para Gramsci el verdadero internacionalismo no sería la  simplificadora  imposición de una sola táctica y un  solo  modelo  organizativo  únicos e independientes de las  circunstancias concretas.   Durante   el   proceso   revolucionario chino, por ejemplo, la forma en que han de relacionarse las clases en los países atrasados y semi-coloniales es una cuestión que tiene menos de universal de  lo  que  pensaban  la  Internacional  Comunista por un lado, y Trotsky por el otro (ya que, aunque pensaran exactamente lo contrario, ambos coincidían en defender la existencia de una única táctica posible  o  adecuada  para  todas  aquellas  naciones que se encontraran en tal situación).

Mariátegui, en cambio, no tratará de imponer al resto del planeta su  interpretación  sobre  la realidad peruana e indo-americana. En «Punto de vista antiimperialista» (1929), escribirá:

La colaboración con la burguesía, y aun con muchos elementos feudales, en la lucha anti-imperialista china se explica por razones de raza, de civilización nacional que entre nosotros no existen. El chino noble o burgués se siente entrañablemente chino. Al desprecio del blanco por  su  cultura  estratificada  y  decrépita,  corresponde con el desprecio y el orgullo de su tradición milenaria. El anti-imperialismo en la China puede, por tanto, descansar en el sentimiento y en el factor nacionalista. En Indo-América las circunstancias no son las mismas. La aristocracia y la burguesía  criollas  no  se sienten solidarizadas con el pueblo por el lazo de una historia y de una cultura comunes. En el Perú, el aristócrata y el burgués blancos desprecian lo popular, lo nacional. Se sienten, ante todo,  blancos.  El  pequeño  burgués  mestizo imita este ejemplo.

VIII.  La  determinación  del  sujeto revolucionario

La  determinación  del  sujeto  revolucionario (que a su vez condiciona sensiblemente la intervención política) es otro claro ejemplo de todo esto. Mao escribe en «Sobre la nueva democracia» (1939):

cualquier escolar sabe que el 80 por ciento de la población de China es campesina. Por eso, el problema campesino es el problema básico de la revolución china, y la fuerza de los campesinos constituye la fuerza principal de ésta.

Más tarde, además, en «La situación actual y nuestras tareas» (1947) describirá su táctica revolucionaria en los siguientes términos:

tomar  primero  las  ciudades  pequeñas  y medianas y las vastas zonas rurales, y luego las grandes ciudades.

Esta  alegría  creadora  resultaba  desconcertante  para  el  marxismo  anterior,  mucho  más anquilosado,  que  consideraba  al  proletariado industrial  como  el  único sujeto revolucionario posible y despreciaba al campesinado en su globalidad. Trotsky, en el Congreso de Londres de 1907, declaró que

sería indigno de un marxista pensar que el partido de los campesinos es capaz de ponerse a la cabeza de la revolución.

añadiendo que

es la ciudad la que posee la hegemonía en la sociedad moderna, y sólo la ciudad es capaz de desempeñar un papel importante. (El partido del proletariado y los partidos burgueses en la revolución)

En La revolución permanente (1930), Trotsky universalizaría su vulgata haciéndola extensible a cualquier nación del mundo:

[la experiencia histórica] «ha demostrado, y en  condiciones  que  excluyen  toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario  de  los  campesinos,  el  campesinado no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués.

Naturalmente,  tan  extravagante  tesis  no puede  ser  defendida  por  nadie  mínimamente serio en la actualidad, pues «la experiencia histórica»  ha  demostrado (y  «en  condiciones que excluyen toda torcida interpretación») que   Trotsky se equivocaba. Por suerte, el marxismo posterior superó estas  limitaciones. Che  Guevara,  siempre  partidario  de  «los guajiros» contra «el llano», escribirá acerca de «el ejemplo que nuestra revolución ha significado para la América Latina y las enseñanzas que implican  haber  destruido  todas  las  teorías  de salón», añadiendo, muy en la línea de Mao, que una  de  esas  enseñanzas  que  debían  extraerse del proceso cubano era «que hay que hacer revoluciones  agrarias,  luchar  en  los  campos,  en las montañas y de aquí llevar la revolución a las ciudades»  («Proyecciones  sociales  del  ejército rebelde», 1959). En otro texto del mismo año, («¿Qué  es  un  guerrillero?»),  el  Che  escribirá literalmente:   «el   guerrillero   es,   fundamentalmente  y  antes  que  nada,  un  revolucionario agrario».

Más  allá  de  las  valoraciones  del  Che,  la historia misma del siglo XX ha dejado meridianamente clara una idea: que el sujeto revolucionario  está  constituido,  sencillamente,  por  los explotados  en  sus  múltiples  formas  (incluidos los campesinos pobres). ¿Habrá que recordarle a alguien cuál es el significado de que en nuestro símbolo  la  hoz  aparezca  junto  al  martillo?  La revolución  rusa  fue  comandada  por  obreros industriales,  en  alianza  con  el  campesinado pobre.  La  revolución  cubana  (o  la  china,  o  la vietnamita, o la nicaragüense), por el campesinado  guerrillero,  en  alianza  con  los  trabajadores de las ciudades. Una revolución actual en el Estado  español  podría ser  encabezada  por  una alianza de los trabajadores del llamado «sector terciario», los obreros industriales y los parados, por  ejemplo  (algo  que,  al  parecer,  no  produciría  sino  espanto  al  «monoazulismo  vulgaris»). Es decir, por la clase asalariada capitalista (que, recordemos, puede producir objetos o servicios) realmente existente en el Estado español actual, por  los  proletarios,  por  los  que,  al  no  poseer medios  de  producción,  sólo  pueden  vender  su fuerza de trabajo (y, en demasiadas ocasiones, ni eso consiguen).

Pese  a  ello,  una  parte  sustancial  del  pensamiento  comunista  se  niega  a  subsanar  este problema de un modo constructivo. Más bien se limita  a  generar  una  nueva  escolástica.  Si,  por ejemplo,  el  marxismo  tradicional  subestimaba el rol del campesinado en determinadas formaciones  sociales,  esto  se  subsanaba  creando  la teoría del marxismo-leninismo-maoísmo.

Como  algunos  de  los  participantes  en  el debate  sobre  «lo  universal  y  lo  particular» señalaron, a cada nueva etapa, nuevo problema teórico o nuevo conjunto de problemas teóricos se añade, guión mediante, una nueva etiqueta a la fórmula (o se funda una  nueva  «Internacional»,  en  el  caso  del  trotskismo)  y  el  problema se   considera   solucionado.   Sin   embargo,   la teoría  marxista,  al  no  constituir  un  listado de  consignas,  sino  un  método  o  programa  de estudio,  lleva  implícitos  sus  propios  desarrollos sin necesidad de añadir subordinaciones o «pensamientos principales». El conocimiento es infinito,  no  sólo  porque  sea  acumulativo,  sino porque su objeto de estudio (la realidad física y social) es infinito y cambiante.

Si  al  enfrentarme  a  mi  proceso  particular,  argumentó  un  camarada,  niego  los  principios  desarrollados  históricamente  (dejando  de aprender  de  ellos  y  sustituyéndolos  por  otros), puedo  cometer  revisionismo;  pero  si  ante  un problema   nuevo   que   todavía   no   se   conoce demasiado  (o  cuyo  conocimiento  es  general  e impreciso) no me esfuerzo por extraer enseñanzas nuevas, tengo el riesgo de incurrir en el más burdo y paralizador dogmatismo, y entonces el pensamiento marxista se estanca y no sirve para absolutamente nada.

IX. Aufhebung: la clave del marxismo hereje

Por  supuesto,  el  marxismo  vulgar  se  olvida de  algo:  Lenin  fue  un  hereje  de  Marx,  y  Mao un hereje de Lenin. Es más: si pudieron ser revolucionarios  fue  precisamente  porque  fueron herejes.  Pero,  en  realidad,  sólo  fueron  herejes en un sentido superficial o sintomático, ya que, en un sentido profundo o analítico, no se trata tanto de que Lenin fuera «hereje» de Marx como de que lo comprendió mejor que nadie. Mao fue también un gran «comprendedor» de Marx. En sentido estricto, con lo que Lenin fue hereje es con las interpretaciones limitadas y reformistas de Marx y del marxismo divulgadas en su época (véanse por ejemplo a Plejanov o Kautsky).

Sin   embargo,   añadir   nuevos   guiones   no soluciona  nada,  y  además  supone  una  radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones  teóricas  previas  en  bloque  (ni  tampoco Marx,  cuya  teoría  laboral  del  valor  se  basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue,  como  diría  Hegel,  «superar  conservando»  (aufhebung).  Pero  superar  al  fin  y  al  cabo (y  también  desechar).  Lo  que  hicieron  con  el marxismo  anterior  no  fue  matarlo,  sino,  como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones» a diferentes  circunstancias,  sino  auténticos  desarrollos nuevos en función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno». 

En  Historia  y  conciencia  de  clase,  Lukács afirmó  que  «marxismo  ortodoxo  no  significa reconocimiento acrítico de los resultados de la investigación marxiana, ni fe en tal o cual tesis, ni interpretación de una escritura sagrada. En cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere exclusivamente al método». Imre Lakatos, por  su  parte,  afirmaba  con  toda  razón  que  el marxismo  es  un  programa  de  investigación cuyo núcleo duro es irrefutable y cuyas teorías laterales  (el  cinturón  protector)  pueden  ser alteradas  sin  que  dicho  núcleo  duro  se  vea afectado. Tenemos una «verdad universal capitalista», que es la fórmula D-M-D’ (donde D’>D). El  capitalista  vuelca  una  cantidad  de  dinero  a la esfera mercantil, valorizándolo y recuperando  una  cantidad  mayor:  el  dinero  inicial  más la  plusvalía.  Los  mecanismos  de  explotación y  extracción  de  la  plusvalía  pueden  ser  más complejos y diversos que en tiempos de Marx; en algunos países puede predominar el sector terciario o la explotación capitalista del campo (muy  distinta,  naturalmente, al  feudalismo); pero, en toda sociedad capitalista, la plusvalía sigue apareciendo como ganancia empresarial, comercial (y bancaria), a interés o como renta del suelo o la tierra.

Lo  que  el  guionismo  ha  hecho  es  elevar algunos de esos desarrollos teóricos laterales de los que hablábamos (por ejemplo el leninismo) a nuevo núcleo duro o centro principal.

X.   La   esterilidad   del   marxismo analógico

Sin embargo, fuera de ese centro irrefutable que hemos  señalado,  el  marxismo  está  abierto a  nuevas  aportaciones.  El  marxismo  vulgar y  dogmático,  que  funciona simplemente por analogía, no es funcional a los intereses transformadores,  ya  que  en  demasiadas  ocasiones termina por llevar a la inoperancia.

No  se  analiza  debidamente  algo  que  la  lingüística  pragmática  actual  conoce  a  la  perfección:  que  el  contexto  en  el  cual  se  produce un  mensaje  forma  parte  del  mensaje  mismo, transmitiendo tanta información como el propio contenido lingüísticamente   codificado.  Ignorando  esto,  se  razona  de  la  siguiente manera:  aquello  mismo  que  Lenin  hizo,  de ser  repetido,  ha  de  dar  idénticos  resultados  en cualquier  momento  o  lugar  del  mundo  o  de  la historia. Dicha asunción vergonzante del «mito del  eterno  retorno»  tiene  más  de  circularidad metafísica  que  de  espiral  dialéctica;  de  pensamiento mágico que de pensamiento racional; de repetición idealista de los hechos históricos que de «repetición como farsa».

Desgraciadamente,  los errores teóricos tienen  sus  consecuencias  en  el  nivel  de  la práctica política, y esta analógica y antimarxista ignorancia del contexto conduce a posiciones sencillamente surrealistas.  Véase  por  ejemplo la  posición  de  aquellos  «comunistas»  que,  por analogía,  siguen  obcecados  en  constituirse  en la  excepción  dentro  de  CC  OO,  a  pesar  de  la innegable  constancia  de  que  dicho  «sindicato» sólo sirve a los intereses de la burguesía y es cada vez más odiado por el conjunto de la clase trabajadora (obcecación para ellos justificada merced a la burda repetición de una cita descontextualizada en la que Lenin llamaba a «participar en los sindicatos reaccionarios»).

Qué  decir  del  modelo  de  partido  del  Qué hacer (adaptado a las durísimas condiciones de clandestinidad  bajo  la  autocracia  zarista,  pero repetido en coyunturas muy diferentes, llegando incluso  al  ridículo);  o  de  la  boba  creencia  de que  las  opresiones  nacional  o  de  género  no requieren   un   tratamiento específico (pues, según cierto cafre economicismo, serán subsanadas de manera automática por la implementación de una economía de corte socialista); o del eterno mito que ya hemos comentado según el cual el campesinado explotado no puede ser revolucionario  (refutado  hasta  la  extenuación por  la  «insignificante»  realidad  histórica  de todo  el  siglo  XX);  o  del  burdo  productivismo (que  ignora  los  límites  ecológicos  del  planeta por el sencillo motivo de que Marx, que vivió en el siglo XIX, no pudo conocerlos); o del inmovilismo  purista  (que  se  niega  a  participar en los movimientos sociales debido al carácter impuro de los mismos desde un punto de vista clasista, obviando las drásticas transformaciones sufridas en la estructura de la clase obrera desde los tiempos, ya superados, en los que el fordismo dominaba Europa); o del empeño en seguir empleando jerga teórica incomprensible para las masas (como aquello de la «dictadura del  proletariado»,  como  si  lo  que  hubiera  que preservar no fuera dicho concepto político, sino su expresión terminológica, aunque resulte anacrónica); o incluso del mito mesiánico según el cual el Estado, al ser definido –en análisis claramente insuficientes– como mero «instrumento clasista»,  se  «disolverá»  progresivamente  bajo el  socialismo  (mito  defendido  por  puro  nominalismo  o  para  ser  más  coherente  con  Lenin que  con  la  realidad  misma,  pero  que,  en  el fondo, nadie se toma demasiado en serio, dada la obvia necesidad, en sociedades complejas, de leyes y mecanismos coercitivos que las hagan cumplir).

XI. La fertilidad del marxismo real

Como  fondo  oculto  de  estas  concepciones  «analógicas»  encontramos  una  aplicación rígida y abusiva del esquema base/superestructura,  tras  la  estela  de  unos  breves  párrafos  del célebre Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política de Marx (1859):

El  conjunto  de  estas  relaciones  de  producción  forma  la  estructura  económica  de  la sociedad,  la  base  real  sobre  la  que  se  levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden  determinadas  formas  de  conciencia social.

Si toda superestructura, obra de arte, institución política o ideología no es más que el reflejo fijo y unívoco de determinadas relaciones de producción o de propiedad, entonces es lógico que a toda intervención política igual correspondan resultados  iguales  y  análogos  también.  El  determinismo  unidireccional,  aislante,  que  corta artificialmente el flujo dialéctico y recíproco de influencias entre estas esferas, lleva en no pocas ocasiones al culto de las estructuras formales en sí mismas.

Así,  se  razona  de  la  siguiente  manera:  si  el KKE  griego  ha  sido  capaz  de  generar  el  tejido social que ha generado (y, de hecho, si la propia revolución  rusa  fue  posible),  esto  es  debido  a la  implementación  de  una  estructura  política férreamente  leninista.  Pero  decir  esto  es  decir sólo una parte de la verdad, o, en otras palabras, media mentira. Efectivamente, el KKE ha generado un gran tejido social. Pero también lo ha  hecho  el  MLNV  (con  una  estructura  organizativa  completamente  diferente).  También  lo hizo  la  revolución  cubana  (con  otra  estructura  diferente,  a  su  vez,  de  las  dos  anteriores).  Y etcétera.

Si  la  implementación  de  «estructuras  de PC» tuviera efectos tan milagrosos, multitud de hechos  históricos  pasarían  a  ser  imposibles  de comprender: véase el apoyo a Violeta Chamorro por  parte  del  PC  de  Nicaragua,  para  expulsar del gobierno a los sandinistas. O la bochornosa actitud de Mario Monje, fundador y secretario general del PC de Bolivia, frente al foco guerrillero  organizado  por  el  Che  Guevara  en  dicho país. ¿No ha sido, de hecho, el PC chino quien ha reinstaurado el capitalismo en su nación?

Con todo, por más que un regimiento de tertulianos,  «todólogos»  y  profesores  universitarios anticomunistas se empeñen en lo contrario, el  marxismo  purista  y  dogmático  no  es  más que una rama, y además minoritaria, dentro de la  teoría  marxista.  Además,  puede  decirse  que la  práctica  política  de  las  organizaciones  comunistas  ha  ido  siempre  muy  por  delante  de su  teoría,  y  el  comunismo, como movimiento político, ha sido mucho  más  antidogmático de  lo  que  muchos  querrían  reconocer.  Porque los  «marxistas  reales»,  en  su  praxis,  han  sido capaces  de  articular  las  tácticas  políticas  más dispares (y fructíferas) en función de los diferentes medios a los que se han enfrentado: desde los soviets obreros rusos, hasta las guerrillas campesinas cubanas, pasando por el Frente Popular antifascista o el empleo táctico de las instituciones parlamentarias en Chile o Venezuela, entre otras innumerables eventualidades.

Lo mismo cabría decir al nivel de la «superestructura»: los artistas marxistas han comprendido mejor que muchos «teóricos» (o estadistas) que no hay una única tendencia artística válida o  revolucionaria,  cultivando  las  más  diversas formas estéticas: desde el realismo socialista de Máximo  Gorki,  hasta  el  surrealismo  vanguardista  de  César  Vallejo,  pasando  por  el  teatro épico de Bertolt Brecht o Alfonso Sastre y mil ejemplos más.

XII. Conclusiones

Como dijo Mariátegui en su «Aniversario y balance» de la revista Amauta

el socialismo, aunque haya nacido en Europa como el capitalismo, no es tampoco específica ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial […] No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser  creación  heroica.  Tenemos  que  dar  vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano».

Esa es la cuestión: jamás el calco y la copia dieron los frutos que a muchos m-l les gustaría. Insistamos  en  algo:  gracias  a  la  revolución cubana, que no la hizo un partido sino un movimiento, sabemos que dar culto a determinadas estructuras  organizativas  no  deja  de  ser  puro folklore, pues lo determinante, como comprendió el citado MLNV, es el grado de inserción y tejido social que logremos crear. Por lo demás, aunque  nos  cojamos  de  los  brazos  en  las  manifestaciones como hace el KKE griego, eso no nos  convertirá  en  el  KKE  griego  (pues  lo  que efectivamente  es  referencial  para  los  revolucionarios  de  toda  Europa  no  es  «lo  externo», la  forma,  sino  «lo  interno»,  el  contenido:  por ejemplo,  su  línea  política  y  sindical),  de  igual modo  que  tampoco  el  dejarnos  barba  y  adornarnos con un gorro de estrella roja incrementará nuestras posibilidades hasta equipararlas a las que tuvo el M-26.

El folklore, la lógica identitaria o de ghetto y el  culto  a  estructuras  inadaptadas  son  algunas de  las  manifestaciones  prácticas  del  fenómeno teórico  guionista.  Pero  las  estructuras  organizativas  no  las  escogemos  nosotros:  las  escoge el  enemigo.  Y  aunque  el  enemigo  sea  la  clase dominante  internacional,  ésta  tiene  siempre expresión a otro nivel: en un marco de relaciones nacional (a su vez interrelacionado con el resto de marcos nacionales existentes). Los distintos marcos  jurídicos,  políticos  o  históricos  nacionales  imponen  muy  diferentes  formas  de  organización, que, en función de las circunstancias y  avatares  de  la  lucha  de  clases,  pueden  tener igual contenido o eficacia revolucionaria: desde frentes amplios, hasta  clandestinidad,  pasando por partidos, movimientos,  organizaciones armadas,  sindicatos…  Además,  las  culturas  de los pueblos oprimidos son mucho más ricas de lo que el culto a la «forma universal de partido leninista» se presta a aceptar.

También dijo Machado que «al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar».  Si  hay  diferentes  formas  de  hacer  valer los  contenidos  revolucionarios,  no  se  trata  de defender  uno  u  otro  modelo,  sino  uno  y  otro modelo como referentes parciales en la búsqueda de  nuestro  propio  modelo,  de  nuestra  propia vía hacia la emancipación. No en vano, aquello que un chino como Mao, un argentino-cubano como el Che y un ruso como Lenin compartían y tenían en común no era un corpus teórico inabarcablemente  pormenorizado  por  la  lógica de  los  guiones,  ni  tampoco  un  modelo  organizativo  válido  para  tan  dispares  contextos,  sino su intransigente deseo de destruir por la vía revolucionaria  y  –valga  la  redundancia–  armada un  sistema  imposible  de  reformar  como  es  el capitalismo,  edificando  sobre  sus  cenizas  una sociedad socialista (objetivo que los tres alcanzaron en diversas naciones y de las más diversas maneras). Ese era su «universal».

El guionismo es una falsa salida para la crisis del  movimiento  comunista,  una  huida  hacia adelante que, como un bucle, no lleva sino a retroceder; un modelo de comunismo acomplejado  que  intenta  huir  de  sus  defectos  añadiendo guiones  identitarios  en  una  sucesión  interminable; pero que, lejos de abrir las posibilidades del  marxismo,  efectúa un cierre epistemológico que lo  esteriliza.  Superar  el  guionismo  (no, por  supuesto,  el  guión  como  elemento  formal, sino  la  lógica  guionista  que  hemos  tratado  de rebatir) se nos antoja un requisito imprescindible para superar la crisis que sufre la producción teórica ligada a las organizaciones marxistas (y, en consecuencia, la intervención política de las mismas).  Cada  vez  son  más  los  marxistas  que comienzan  a  comprender  esto.  Sin  embargo, mientras  la  historia  sigue  pasando  por  delante de sus ojos, los guionistas se empeñan en seguir añadiendo guiones (o, peor aún, tratan de fijar la  historia atrincherándose  frente  a  cualquier herejía).

Así,  nos  encontramos  con  anécdotas  significativas,  como  esos  comunistas  que,  con orgullo, se declaran seguidores del «marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo-principalmente  Gonzalo».  Una  cosa  está  clara: como sigamos añadiendo guiones, dentro de un siglo necesitaremos tres folios enteros nada más que para escribir el nombre de la ideología. Pero, por  desgracia,  la  narración  de  nuestros  éxitos revolucionarios  seguirá  requiriendo  en  cambio bastantes menos líneas.