domingo, 23 de octubre de 2011

De la inexistencia de España y contra los "hispanismos" de izquierdas




Terminamos el mes de octubre con un texto inédito que nos envía a este blog del Pueblo Trabajador Andaluz el camarada Francisco Campos López, titulado "De la inexistencia de España y contra los hispanismos de izquierdas". El trabajo es una interesante disección de las imposturas de los nacionalismos españoles y una apuesta por un marxismo-leninismo andaluz antiimperialista. Apuesta que muchos y muchas militantes marxistas-leninistas andaluces/zas estamos sosteniendo desde hace décadas y de la que este blog forma parte.

La oportunidad del trabajo de Francisco Campos López  es indiscutible. Un documento propicio en unos momentos en los que el grado de deformación chovinista en la izquierda estatal llega a los delirios de G. Bueno y su izquierda hispánica, como correlato lógico de la cobardía de la izquierda española que agota sus análisis con sentencias como: "lo social es la contradicción principal".

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DE LA INEXISTENCIA DE ESPAÑA Y CONTRA LOS “HISPANISMOS” DE IZQUIERDAS


Uno de los errores analíticos fundamentales en que caen las izquierdas estatalistas es el considerar al Estado Español como Estado-nación al uso. De ahí que se planteen la repetición mimética de recetas aplicadas en supuestas circunstancias similares. Pero en el caso español nos encontramos ante una tipología de Estado suigéneris, que no parte de una realidad nacional o se fundamenta en ella, ni en su origen histórico ni en su desarrollo posterior. Resulta imprescindible clarificar lo que es España y analizar el sinsentido de ese nuevo “hispanismo” de las izquierdas estatalistas. Esa defensa a ultranza de unidades hispánicas peninsulares “internacionalistas”, a partir de futuras repúblicas, españolas por supuesto, eso sí, federales o confederales y socialistas.

De la inexistencia de España y del pueblo español

España fue en primer lugar una mera denominación geográfica, el nombre dado por los romanos a la Península. Cuando en el Medievo la nobleza castellano-aragonesa comienza la forja de un Imperio, a partir de la anexión forzada de otros países como Andalucía, y culminado posteriormente por los Austria, ésta nomenclatura será usada para designar y delimitar las fronteras de ese Imperio. A partir de entonces, el término paso a poseer dos significados, uno como adjetivación geográfica peninsular, en cuyo caso permanecerá siendo utilizado el singular, “España”, pero también pasará a ser la resultante político-administrativa de la suma de los pueblos bajo el dominio imperial, siendo entonces utilizado el plural, “las Españas”. Ésta simultaneidad y diferenciación semántica comenzará a ser modificada por los Borbones en el XVIII, siendo éste uno de los antecedentes del españolismo que se desarrollará a partir del XIX, pero, no obstante, esta duplicidad de significados de lo español permanecerá hasta entonces. Prueba de ello es que todavía en 1812, para la Constitución de Cádiz tan “España” era considerada Andalucía o Castilla como Colombia o Filipinas, y el adjetivo “españoles” no sólo señalaba a los habitantes de la Península, Baleares y Canarias, sino a todos los súbditos del Imperio. Tan españoles eran aragoneses como cubanos o argentinos. Políticamente hablando, España seguía siendo el nombre de un Imperio colonial. Esa suma de naciones y pueblos englobable dentro de ese genérico: “las Españas”.

Pero unos años después de aprobada “la Pepa” ese Imperio se desmorona, quedando reducido sus límites fronterizos a sus territorios peninsulares, más “islas adyacentes” y unas pocas “posesiones ultramarinas”. Además, tras el fallecimiento de Frenando VII, los Borbones se verán inmersos en una disputa sucesoria, y una de las facciones, los partidarios de la futura Isabel II, establecerán una alianza con la gran burguesía mercantil e industrial para asegurar su victoria. Fruto tanto de aquel pacto como del triunfo isabelino sobrevendrá el consiguiente predominio burgués sobre los restos del Imperio y la reconversión de éste y los territorios aún retenidos, según sus criterios y necesidades de control económico y social, unificación de mercados, centralización de la administración, etc. Nace así, durante la segunda mitad del XIX, ese nuevo neo-imperialismo españolista embozado en Estado-nación y con las características propias de un imperialismo capitalista. Por eso no hubo “revolución burguesa”. Además de por otras circunstancias, porque no les fue necesaria. El acuerdo de compartición del poder con la aristocracia les dio no sólo el acceso al mismo, sino que conllevó su preeminencia socio-económica estatal. Fue por tanto con la reconversión de los restos de un imperio del antiguo régimen en imperialismo capitalista y su pervivencia bajo las formas de un fabulado Estado-nación, con lo que nace la actual conceptuación de España y sobre las que se asientan las bases del nacionalismo español, tanto político como socio-cultural. Las peculiaridades de los estados españoles y del propio españolismo se originan en este hecho esencial. La idea de España y de lo español son creaciones recientes del siglo XIX, frutos del proceso de adecuación de los restos del Imperio a esas necesidades expansionistas y hegemónicas socio-económicas del Capital. El reciclado de un imperialismo aristocrático como imperialismo burgués.

De España y sus estados como imperialismo capitalista

España, tanto su concepción teórica como su concretización en entidad política única estatal, surge, por tanto, de esa utilización y adaptación de los restos de los dominios imperiales del antiguo régimen, por parte de la burguesía, apropiados y adaptados por el capitalismo como base de una estructura estatal zonal, afín a sus intereses. La “nación española” es la elaboración artificial y forzada de una nacionalidad única que amparase y justificase la existencia del esa entidad estatal. De aquí se deduce que no sólo el concepto mismo de España sino de la necesidad de la unidad estatal es una creación del Capital. No es que ésta España y éste Estado Español sean capitalistas, es que España y los estados españoles son, en sí, creaciones capitalistas. Además, y dado que proceden de la continuidad de los restos del imperio colonial, toda España o Estado Español no es más una mera pervivencia de éste, reconvertido en imperialismo capitalista. Consecuentemente, la idea de España como nación o estructura estatal, es una creación burguesa cuya razón de ser es defender y legitimar un imperialismo capitalista. Toda España y todo Estado Español son imperialistas y capitalistas como consecuencia de su propia naturaleza, no por causa de un régimen específico. España y los estados españoles oprimen y explotan porque con ese fin se idean y mantienen.

Todo ello conlleva, además de que España y Estado Español sean dos sinónimos de imperialismo y capitalismo, también el que España no sea una realidad preexistente que en manos de la burguesía es convertida en típico Estado-nación, sino que España sea una realidad inventada a posteriori por un Estado. La fábula elaborada por una superestructura burguesa para justificarla y legitimar el mantener bajo el control del imperialismo capitalista a los pueblos y naciones, anteriormente sometidas a un típico Imperio del antiguo régimen, atendiendo a sus necesidades de amplitud de mercados, monopolios sobre materias primas, acceso a cantidades suficientes éstas, así como de mano de obra para transformarlas en mercancía y plusvalía. España y Estado Español son dos denominaciones de una misma concretización geográfica del imperialismo capitalista. Consecuentemente, toda idea de España; ya sea política, histórica, cultural o idiomática, cualquier defensa de una unidad y “destino común”, sólo son distintos artificios creados y potenciados por el Capital, a través de sus estados españoles, como mitología amparadora de la negación y opresión de los pueblos, la ocupación de sus naciones, el expolio de sus riquezas y la explotación de sus clases trabajadoras. 

Igualmente habrá que tener en cuenta que, dado que toda estructura estatal española no se asienta sobre la base de una nacionalidad preexistente, sino que la “nación” es una envoltura de la misma, creada con posterioridad y a su  servicio, esa realidad conlleva el que la “nación” sea el propio Estado. Esta es la razón de que la unidad administrativa y de fronteras sea lo que realmente define y distingue todo españolismo.  Todo nacionalismo español es, ante todo y sobre todo, mero estatalismo. La existencia del Estado, la preservación de una estructura administrativa única y de sus límites  fronterizos es lo realmente importante e indiscutible. Por eso a los sectores más inteligentes del nacionalismo español les es indiferente reconocer nacionalidades, descentralizaciones autonómicas o apostar por “estados federales”. Incluso explica el que no les resulte tampoco trascendente la forma de Estado que se adopte, sea ésta monárquica o republicana. Lo que es primordial, incuestionable e innegociable para ellos es el mantenimiento de la estructura única y la salvaguarda de sus fronteras. 

En el caso español, por tanto, no nos encontramos ante un caso asimilable al de otros pueblos y territorios que han evolucionado hacia la constitución de estados nacionales tras el acceso al poder y la hegemonía de sus respectivas burguesías, sino ante la transformación de los restos pervivientes de un Imperio colonial del antiguo régimen  en imperialismo regional capitalista. Sus estados españoles, se han conformado sobre la base del continuismo de la opresión de naciones y pueblos conquistados por aquel Imperio anterior, y obligados a permanecer ocupados, subordinados y dependientes, con unas identidades negadas y perseguidas, como medio de asegurar una “unidad” favorecedora de los intereses del Capital. Esa es su “patria” y la razón de su “unidad”.

En este sentido, el Estado Español se asemeja a otros como el británico, otro antiguo imperio colonial que abarcaba grandes extensiones, a lo largo de varios continentes, y que ha quedado reducido a una estructura estatal imperialista zonal, el “Reino Unido”. Al igual que las élites dominantes inglesas crearon un Imperio Británico, cuyos restos perviven hoy como la “Gran Bretaña”, las castellano-aragonesas crearon el español, cuyos restos perviven hoy como Estado Español. Lo británico, como lo español, sólo son el fruto de entramados socio-culturales, económicos y administrativos, herederos y continuadores de sus respectivos imperios, siempre al exclusivo servicio y beneficio de capitalismos regionales. Lo británico y lo español son intrínsecamente capitalistas.

De los pueblos y las naciones bajo yugo español

Dada la inexistencia de España y de que en la actualidad con tal denominación sólo cabe designar al resultado de una adaptación de un antiguo imperio colonialista del antiguo régimen como superestructura imperialista burguesa al servicio del Capital, y siendo los estados españoles no el resultado de la constitución de un Estado-nación sino del camuflaje administrativo de dicho imperialismo capitalista mediante apariencia y formalismos de estado-nación, no sólo cabe deducir el carácter exclusivamente reaccionario y opresor de cualquier idea de España y de Estado Español, sino, por contraposición, la catalogación como progresistas y transformadoras de la defensa de la existencia de los pueblos y las naciones bajo su yugo, de sus derechos y libertades.

No hay la más mínima posibilidad de compatibilidad ni coexistencia entre por un lado la idea de cualquier tipología de España o la de pueblo español, y la defensa de estos pueblos y sus respectivas naciones. Afirmar o aceptar la realidad de España y/o la de un pueblo español, supone negar la de los diversos pueblos y la de sus respectivas naciones. Y viceversa. Por ejemplo, si hay pueblo español no puede haber pueblo andaluz. Si hay nación española no puede haber nación andaluza. No existen pueblos de pueblos ni naciones de naciones, por la misma razón que no hay individuos formados, a su vez, por otros individuos. Las personalidades múltiples no son hechos naturales a defender sino artificialidades a combatir. En el caso de un individuo con diversas personalidades estaríamos ante una enfermedad, una esquizofrenia o un síndrome de bipolaridad, si es un pueblo ante la negación de sus derechos y el ataque a su identidad. En ambos casos frente a negatividades a erradicar, no a mantener.
El reconocimiento de los pueblos no sólo lleva implícito, por tanto, la negación de un pueblo español, y con ello de España como realidad nacional, sino la caracterización de toda España y cualquier estructura estatal española como realidades imperialistas impuestas y opresivas. Como consecuencia, y continuando con el ejemplo británico, tan irracional será defender una nación británica como otra española, tan imperialista propugnar un Estado único británico como uno español. Todo lo español, de igual manera que todo lo británico, es mera apoyatura ideológica, política y administrativa de un imperialismo regional. Postulados, por tanto, pro-imperialistas y pro-capitalistas. Por contraposición, todo reconocimiento de los pueblos bajo yugo británico o español, así como la defensa de sus respectivos derechos nacionales y libertades colectivas, soberanías, serán actitudes anti-imperialistas y anti-capitalistas. Y por esas mismas razones, mientras que cualquier propuesta de meta estatalista británica o española es en sí contrarrevolucionaria, toda oposición contra dichos estatlismos y en pro de la liberación de los pueblos trabajadores bajo yugo estatal británico o español, toda lucha soberanista, es en sí revolucionaria, porque mientras que unas conllevan perpetuación del instrumento administrativo en que se apoya la explotación, las otras suponen su destrucción. Las luchas de liberación nacional han sido siempre la lógica respuesta de los pueblos a la invasión, ocupación y colonización de su nación, y han constituido una herramienta esencial en el combate antiimperialista y anticapitalista para todas las fuerzas revolucionarias de los pueblos inmersos en dichas circunstancias.

De los derechos de los pueblos y el carácter de sus naciones

Al igual que al hombre le pertenece el derecho inalienable a la posesión y ejercicio de su libertad, los pueblos, como conjuntos humanos, los poseen igualmente. Existe, por tanto, un equivalente colectivo a las libertades individuales. Esas libertades colectivas, esos derechos de los pueblos, se denominan soberanía. La soberanía popular. Por su parte, los derechos nacionales no son más que una consecuencia, prolongación y derivación de esas libertades colectivas de los pueblos, ya que las naciones sólo son la suma de esos pueblos, más sus territorios, particularidades y circunstancias.

El reconocimiento de la existencia de un pueblo conlleva por tanto implícito el del territorio que ocupa ancestralmente como su nación. Porque una nación no es más que eso: un pueblo, sus singularidades históricas, étnico-culturales, sociológicas, etc., más el territorio que habita y sus peculiaridades geográficas, ecológicas, etc., además de las consecuentes circunstancias socio-económicas que de ese conjunto, suma de población, territorialidad y particularidades, se derivan. La nación, por tanto, no es el Estado ni su origen se encuentra en los estados-nación decimonónicos, no habiendo tampoco una relación causa efecto entre éstas y las revoluciones burguesas. Las naciones no constituyen un invento burgués para alcanzar y asegurar el logro de sus intereses de clase.  La herramienta ideada por el capitalismo para defender y asentar socialmente la primacía de sus intereses políticos, sociales y económicos es el Estado. La nación es un hecho natural y preexistente, instrumentalizándolo por la burguesía, mediante su tergiversación y manipulación, para justificar y posibilitar la creación de los estados, bajo la forma de los Estado-nación. Es el Estado, y su derivación como estados-nación, no las naciones en sí, el instrumento que instituye el Capital y del que se sirve para obtener y asegurar su poder mediante el imprescindible control social. 

Esa correcta diferenciación entre por un lado los pueblos y las naciones, y por otro los estados y estados-nación, es la razón de que, a lo largo de la historia contemporánea, los pensadores revolucionarios hayan llamado a defender los unos y destruir  los otros. Si analizamos sus escritos en su integralidad, sin descontextualizar, comprobaremos que siempre han negado y atacado a las naciones en tanto que estados y estados-nación. Más aún, allí donde ha habido un pueblo oprimido o una nación ocupada, los revolucionarios de esas tierras siempre han constituido y encabezado movimientos de liberación nacional y popular de las mismas. En éstas circunstancias, la lucha por los derechos nacionales han formado parte del proceso trasformador social global.

La visión diferenciadora entre estados y naciones, así como la  actitud favorable hacia los pueblos oprimidos y las naciones  ocupadas, quedó magníficamente sintetizada en aquel conocido texto de M. Bakunin, donde declaraba: “El Estado no es la patria, es la abstracción, la ficción metafísica, mística, política, jurídica de la patria. Las masas populares de todos los países aman profundamente a su patria, pero es éste un amar real, natural. No se trata de una idea, se trata de un hecho. Por eso me siento franca y constantemente el patriota de todas la patrias oprimidas”. También V.I. Lenin fue explicito señalando la inexistencia de contradicción entre lucha de liberación nacional y lucha de clases para los trabajadores de esas “patrias oprimidas”, así como entre la independencia nacional y el internacionalismo proletario.  En su enfrentamiento con Rosa Luxemburgo, por la oposición de ésta al hecho nacional, afirmó: “En su afán de practicismo, Rosa Luxemburgo ha perdido de vista la tarea práctica principal, tanto del proletariado ruso como del proletariado de toda otra nacionalidad: la tarea de la agitación y propaganda cotidianas contra toda clase de privilegios nacional-estatales, por el derecho, derecho igual de todas las naciones, a su estado nacional, porque solo así defendemos los intereses de la democracia y la unión basada en la igualdad de derechos de todos los proletarios y de todas las naciones”.

Del estatalismo español como nacionalismo burgués

Hemos analizado como tanto la idea de España como la de pueblo español no son más que artificios creados y potenciados por los estados españoles para amparar y justificar su propia existencia. Así mismo como dichos estados no son más que la adaptación de las estructuras de los restos del antiguo imperio colonial español a las necesidades de la burguesía, a una nueva tipología de dominio y esquilmación imperialista de los pueblos, la del capitalismo. Consecuentemente, concluíamos que el nacionalismo español era ante todo estatalismo español, ya que cualquier idea de España o de lo español, no son más que otras tantas envolturas justificativas de la defensa de los límites fronterizos de un latifundio peninsular. Por tanto, cualquier estatalismo español, fuera aparte sus intenciones, sólo es españolismo, ya que todo nacionalismo español es defensa de una estatalidad, y apoyatura de un imperialismo regional capitalista. En definitiva un típico caso de nacionalismo estatal burgués.
Lógicamente y por contraposición, todo aquellos proyectos que  pretendan acabar con dicha superestructura, que partiendo de un correcto análisis de la realidad, rechacen cualquier fórmula estatalista española, que partan del reconocimiento de las distintas naciones subyugadas y tengan como meta la liberación global de los diversos pueblos trabajadores oprimidos, son intrínsecamente revolucionarias, ya que atentan contra la raíz misma de la fórmula política que encubre la explotación de la clase trabajadora en dichos territorios y destruye las bases administrativas de sustentación de la misma.

No obstante, hay múltiples colectivos teóricamente englobables dentro de la izquierda transformadora y anticapitalista que, desde la asunción como real o “útil” del concepto de España o de Estado Español, se constituyen, de facto  y de forma  inconsciente, en  instrumentos ciegos del Sistema. En elementos contrarrevolucionarios que contribuyen a propagar el confusionismo en los pueblos y la alienación entre la clases populares. Aunque adquieran diversidad de aspectos, los estatalismos españolistas “de izquierda” se semejan en defensores de una versión actualizada de esa “unidad de destino en lo universal” propugnada por el fascismo. En difusores de un “hispanismo” progre, de un españolismo tan reaccionario como el franquista. No es casual, ya que permanecen condicionados por el trabajo de aculturización y desarraigo de la Dictadura. 

Si analizamos la situación en los años treinta, comprenderemos que el 18 de Julio no fue un simple Golpe de Estado al uso, incluible en la tradición de los pronunciamientos militares decimonónicos peninsulares, sino la respuesta a una situación límite para el Sistema. Así mismo, que la Dictadura fue un tratamiento de choque, un premeditado proyecto de “solución final” ideado para “normalizar” la situación. Las circunstancias sociales de aquella época eran excepcionales e incomparables a la de su entorno. El amplio y generalizado grado de concienciación de la clase obrera, la existencia de un sindicalismo mayoritariamente revolucionario, el imparable despertar de sentimientos identitarios en los pueblos y, además, el nacimiento de teorizaciones y movimientos revolucionarios que aunaban aspiraciones nacionales y sociales en un mismo conjunto nítidamente transformador, libertador y anticapitalista, conllevaba para el Sistema un serio peligro contra sus intereses peninsulares. Se requería una solución extrema: exterminar a toda aquella generación, a la que consideraba irrecuperable, y educar otra moldeada según sus necesidades. Esa fue la verdadera razón de la prolongación del conflicto, de que a éste le siguiese una primera etapa dictatorial de extrema represión y después otra “desarrollista”. La una logró acabar física o psicológicamente con los padres y la otra amamantó ideológicamente a sus hijos. Fue un gran éxito, y el resultado ha sido este “maduro pueblo español” cuya domesticación hizo posible la “transición”, y su actual adormecimiento y desmovilización, así como una izquierda político-social, mayoritariamente estatalista y reformista, mera apoyatura del Sistema. 

Pero, como decíamos, el condicionamiento franquista también ha afectado a aquellos que, teóricamente, son enemigos del capitalismo, convirtiéndolos en apuntaladores de un Sistema al que supuestamente se enfrentan, dado que la defensa del estatalismo español mantiene el status quo territorial y administrativo sobre el que se sustenta. Con independencia de que dicho estatalismo se adjetive de “republicano”, “federal”, “confederal” o “socialista”, lo cierto es que mantiene incólume el Imperio español.

De un futuro que no será de la República, sino de las repúblicas
A comienzos del pasado siglo, hubo otros imperios que, como el español, también se asentaban sobre un artificial nacional-estatalismo, político y cultural, ideado por las élites dominantes para justificar la conquista y negación de las naciones ocupadas, así como la esquilmación y explotación de los pueblos trabajadores. Uno de ellos era el Imperio Ruso. Aquel otro tan siquiera se camuflaba mediante la creación de una nomenclatura nueva, adjetivándose al Imperio con el nombre de la nación de donde había partido el expansionismo aristocrático que lo había fundado. Algo así como si aquí, en lugar de hablar de un Imperio Español o de un Estado Español, se hiciese de un Imperio Castellano o de un Estado Castellano. En aquel otro imperio, como en éste, se simultaneaban e interrelacionaban luchas de clase y de liberación nacional. 

La revolución soviética fue la consecuencia y la respuesta dada, tanto a la lucha de los pueblos por su soberanía como a la de los trabajadores por su emancipación.  Si aquellos revolucionarios hubiesen poseído unas estrategias semejantes a las de las izquierdas estatalistas españolistas, los bolcheviques tendrían que haber propugnado, como alternativa, la constitución de una República Rusa, federal o confederal, y por supuesto socialista, que admitiese el derecho de autodeterminación de los pueblos. Pero, en cambio, lo que Lenin y sus correligionarios idearon y levantaron fue otra cosa. En lógica coherencia con aquella proclamación que hizo del “derecho igual de todas las naciones, a su estado nacional, porque solo así defendemos los intereses de la democracia y la unión basada en la igualdad de derechos de todos los proletarios y de todas las naciones”, lo que fundaron no fue una república sino múltiples repúblicas. Unas repúblicas soberanas que, posteriormente, se unieron libremente conformado la URSS, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Una unión cuyos límites no eran geográficos, y mucho menos miméticos con respecto al antiguo Imperio y su Estado, sino ideológicos, sin correspondía con fronteras rusas ni aspiración a su conservación. Sus lindes eran internacionalistas. Abarcaban a todas aquellas naciones y pueblos que lo quisiesen y estuviesen regidos sobre bases políticas anticapitalistas (socialista) y conforme a una gestión horizontal consejista (soviética). Esas eran las “fronteras”. Una unidad que, además, no conllevaba “superación” o anulación de las soberanías de los pueblos, sino su mantenimiento. La prueba es que la constitución soviética recogía el derecho a la secesión, derecho impracticable sin la pervivencia de la plena soberanía nacional de cada una de las repúblicas soviéticas y de sus pueblos trabajadores. 

Como ocurre con otras muchas aportaciones realizadas al marxismo, las alternativas leninistas de defensa del “derecho igual de todas las naciones a su estado nacional” y de “la unión basada en la igualdad de derechos de todos los proletarios y de todas las naciones”, siguen siendo universal y atemporalmente válidas. Ser marxista-leninista, aquí y ahora, en esta Andalucía, es abanderar la lucha por la descolonización e independencia de esta tierra. Por romper las cadenas del Pueblo Trabajador Andaluz siendo vanguardia en el combate por la recuperación de su libertad colectiva, de su soberanía. Y dentro del ámbito de este estado impuesto, supone apoyar  al resto de las luchas de liberación nacional de los pueblos oprimidos por el yugo imperialista español. Hacerle frente u oponerse a cualquier España y batallar por la constitución de las repúblicas de trabajadores de cada uno de ellos, apostando, con posterioridad, por una unión libre entre las repúblicas constituidas, según sus características, afinidades y circunstancias. Ese es el proyecto revolucionario, transformador y de clase acertado, tanto a nivel andaluz como dentro del marco peninsular o el internacional. Esa es la praxis revolucionaria que exige la realidad político-social, y ese es el significado de la aplicación del internacionalismo proletario a la misma. Además, ese es también el posible lugar de encuentro entre las izquierdas nacionales y las supranacionales, así como el nexo de confluencia factible entre los intereses de cada uno de los pueblos. 

El futuro deseable y previsible, no debería ser, ni con toda seguridad será, el de una III República Española, sea cuales fuesen sus características, por ser una propuesta continuista que ya nace muerta, presa de sus propias e irresolubles contradicciones, sino el de las respectivas primeras repúblicas nacionales de cada uno de los pueblos hoy negados y oprimidos por el españolismo. Las unidades entre los pueblos no puede ser la forzada consecuencia de un matrimonio concertado y de por vida, sino el resultado de un libre pacto aceptado entre iguales y asentado sobre la posibilidad real y la plena capacidad de elección. Una posibilidad y una capacidad que, para serlo, deben preexistir a la oportunidad de su utilización. Consecuentemente, estas uniones no pueden preceder temporalmente a la propia existencia independiente de los elementos llamados a unirse. No puede haber unidad de repúblicas sin la previa y soberana existencia de estas. No se puede partir de la unidad obligada y después la posible concesión de la posibilidad de la separación, del reconocimiento del derecho a la autodeterminación, sino de una previa posesión de la soberanía y la consiguiente constitución de las repúblicas de cada pueblo, que hagan factible el que cada uno, en el ejercicio de su libertad, pueda tomar la decisión con respecto a libres uniones entre ellas, como fórmula internacionalista de apoyo mutuo e interrelación socialista.

Una “unidad” de pueblos que no es escogida, sino impuesta, y que se construye sobre la negación o la eliminación de sus libertades, de sus respectivas soberanías, no es ni democrática ni progresista, sino dictatorial y reaccionaria. Los estados fundados sobre estos principios son estructuras exclusivamente imperialistas y totalitarias. Y allí donde hay imperialismo y totalitarismo no hay ni podrá haber nunca socialismo, solo hay y solo puede haber fascismo, sea cual sea su auto-calificación, su auto-justificación o las banderas en las que se envuelvan o tras las que se amparen para esclavizar y oprimir. Los revolucionarios lo son, no por que apoyen o contribuyan al establecimiento y/o mantenimiento de estos tipos de estructuras, sino por combatirlas. Ser revolucionario en Andalucía es levantarse por su libertad y contra lo que se la ha arrebatado: España.


Francisco Campos López

domingo, 16 de octubre de 2011

León Trotsky, el primer stalinista



Decíamos en la presentación de este blog: "Éste no será un blog de actualización diaria. Nuestra prioridad está en la organización y la lucha cotidiana junto con los sectores más conscientes y combativos de la clase obrera andaluza". Prioridades militantes nos han impedido continuar en la construcción de esta herramienta marxista-leninista con la frecuencia deseada. Una vez hemos atendido lo prioritario continuamos con esta tarea no menos importante.

En los primeros meses del pasado 2010 se produjo un debate en el medio de contrainformación Kaos en la Red ( www.kaosenlared.net ) abierto por el militante de la izquierda estatalista Manuel M. Navarrete acerca de la esencia y coherencia del trostkysmo con la vida y obra del propio Trotsky. En dicha discusión Navarrete esgrimía, basándose en la conocida obra de Edward H. Carr, algunas líneas de estudio en torno a la figura de León Trotsky que lo dejaban, en cierta manera, fuera del propio trotskysmo como corpus marxista conformado en buena parte con posterioridad al propio Trotsky.

Rescatamos para nuestros lectores el texto más interesante de la disputa dialéctica sostenida entonces, titulado "León Trotsky, el primer estalinista". Una discusión que no sólo afecta al trotskysmo, sino por ende a aquellas corrientes de la izquierda estatalista que se alimentan de un antitrotskysmo pretendidamente militante como forma de ocultar sus carencias, eclecticismos y contradicciones propias.

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 León Trotsky, el primer estalinista